La legitimidad para gobernar no se obtiene únicamente a través de la oposición, sino que se trata de un examen continuo, una especie de reválida permanente. Para ilustrar este concepto, podemos utilizar la analogía del alquiler. Para residir en una propiedad ajena como si fuera propia, es necesario firmar un contrato entre arrendador y arrendatario. Sin embargo, este paso, aunque esencial, no es suficiente. Posteriormente, es necesario abonar las mensualidades y hacer un uso adecuado del inmueble alquilado. Si no se cumplen estas obligaciones de manera reiterada, el contrato firmado se convierte en un mero papel sin valor, y la persona que ocupa el espacio se convierte en un «squatter». En un país civilizado, ya sea por voluntad propia o mediante la intervención de las autoridades, se procede al desalojo.
En el contexto español, se ha observado que este nivel de civilización ha entrado en crisis. Lo mismo ocurre con los gobernantes: para mantener su posición en el poder, no solo necesitan los votos obtenidos en las elecciones, sino también la capacidad de negociar una mayoría de investidura con otras formaciones si no cuentan con los sufragios suficientes. Estas cuestiones otorgan una legitimidad inicial que se asemeja a la firma del contrato de arrendamiento. Sin embargo, si el gobernante incumple las obligaciones adquiridas, ya sea por falta de voluntad o incapacidad, se convierte también en un «squatter».
El incumplimiento del contrato político del Gobierno es un asunto grave y reiterado. No todas las obligaciones tienen la misma importancia. Por ejemplo, uno puede firmar una cláusula que prohíbe hacer agujeros en la pared del comedor para colgar un cuadro. Sin embargo, nadie en su sano juicio consideraría que un pequeño agujero es motivo suficiente para un desalojo. Por el contrario, prender fuego a los muebles o no cumplir con el pago acordado son cuestiones mucho más serias. Esto es puro sentido común.
En este contexto, el Gobierno de Pedro Sánchez se encuentra en una situación crítica. Tras haber vencido nuevamente el plazo para presentar presupuestos, sin una fecha definida para hacerlo y con las negociaciones necesarias para que esas cuentas hipotéticas obtengan los apoyos requeridos estancadas, el Gobierno está al borde de perder toda legitimidad para aferrarse al poder. En el primer año de su mandato, Sánchez argumentó que no se daban las condiciones políticas para presentar los presupuestos. En el segundo año, se optó por no hacerlo, consciente de que los números no contarían con el respaldo del Congreso. Ahora, con el plazo formal que la Constitución establece vencido, el Gobierno busca simplemente ganar tiempo con la vaga promesa de que esta vez sí formalizará una propuesta de presupuesto.
Sin embargo, esta promesa se hace sin tener en cuenta el cuándo y a sabiendas de la imposibilidad de cuadrar un círculo en el que se incluyan, por ejemplo, un incremento en la partida de defensa y el visto bueno imprescindible de Podemos para su aprobación. Es posible gobernar sin un presupuesto, al igual que se puede seguir viviendo en un lugar tras retrasarse en el pago de la renta o incluso dejando de abonar alguna mensualidad. Pero no estamos en un escenario normal. El incumplimiento del contrato político del Gobierno es grave, reiterado y no parece que se den las condiciones para revertirlo.
Dada la razonabilidad y generosidad del «casero» que somos todos, lo sensato sería acordar un último plazo y, en caso de nuevo incumplimiento, proceder a la rescisión del contrato. En otras palabras, Sánchez debería fijar una fecha para la presentación de las cuentas y convocar elecciones de inmediato en caso de no aprobarlas. No hay posibilidad de prorrogar la legitimidad de un Gobierno que no ha sido capaz de sacar adelante un solo presupuesto durante toda una legislatura.
Para aquellos que son muy meticulosos, lo que se ha expuesto hasta ahora no difiere en nada de lo que el propio Sánchez proclamaba antes de asumir la presidencia. El argumento más falaz para no asumir el riesgo de unas elecciones es que el propio inquilino, en este caso Sánchez, les diga a los españoles, en calidad de arrendatarios, que alquilando a otro la propiedad van a salir perdiendo. Que arrendar por arrendar, es mejor hacerlo a un mal pagador conocido que a otro por conocer. Puede que esto sea cierto, puede que no. Pero volviendo a la idea de un país civilizado que aspiramos a ser, esa decisión debe recaer en quien ostenta el título de propiedad, no en quien vive de alquiler. En este caso, los votantes son los verdaderos propietarios de la democracia.
La situación actual del Gobierno de Sánchez plantea serias dudas sobre su capacidad para gobernar de manera efectiva. La falta de un presupuesto no solo afecta la gestión económica del país, sino que también socava la confianza de los ciudadanos en sus líderes. La legitimidad de un gobierno no se basa únicamente en el apoyo electoral inicial, sino en su capacidad para cumplir con sus promesas y responsabilidades a lo largo de su mandato. La incapacidad de presentar un presupuesto viable y la falta de acción en este sentido son señales preocupantes que podrían llevar a una crisis de gobernabilidad.
En este contexto, es fundamental que los ciudadanos mantengan un papel activo en la política. La democracia no es un evento que ocurre cada cuatro años, sino un proceso continuo que requiere la participación y el compromiso de todos. Los votantes deben exigir rendición de cuentas a sus representantes y asegurarse de que cumplan con sus obligaciones. La legitimidad de un gobierno se construye a través de la confianza y la transparencia, y es responsabilidad de todos los ciudadanos participar en este proceso.
La situación actual también plantea preguntas sobre el futuro del sistema político en España. Si un gobierno no puede cumplir con sus responsabilidades básicas, como la presentación de presupuestos, ¿qué significa esto para la estabilidad política del país? La falta de acción y la incapacidad para llegar a acuerdos pueden llevar a un clima de incertidumbre que afecte no solo a la política, sino también a la economía y al bienestar de los ciudadanos. Es esencial que se tomen medidas para abordar estos problemas y restaurar la confianza en el sistema político.
La analogía del alquiler es una forma efectiva de ilustrar la relación entre los gobernantes y los ciudadanos. Al igual que un inquilino debe cumplir con sus obligaciones para mantener su hogar, un gobierno debe cumplir con sus responsabilidades para mantener su legitimidad. La falta de acción y el incumplimiento de las obligaciones pueden llevar a una crisis de confianza que afecte a todos los aspectos de la sociedad. Por lo tanto, es crucial que los líderes políticos asuman su responsabilidad y trabajen para restaurar la confianza en el sistema democrático.