En los últimos años, el panorama político y judicial en España ha suscitado un intenso debate sobre la independencia del poder judicial y su papel en la democracia. La situación actual, marcada por la figura de Carles Puigdemont, ex presidente de la Generalitat de Cataluña, pone de manifiesto las tensiones entre el poder judicial y el ejecutivo, así como la percepción de que la justicia puede estar siendo utilizada como un instrumento político. Este fenómeno, que algunos han denominado como ‘lawfare’, se manifiesta en la forma en que el Tribunal Supremo ha abordado la ley de amnistía y las decisiones relacionadas con el independentismo catalán.
La ley de amnistía, aprobada como una expresión de la voluntad popular, ha sido recibida por el Tribunal Supremo como un desafío a su autoridad. Desde su promulgación, el alto tribunal ha dejado claro que no tiene intención de aplicarla, y ha amenazado con llevar el caso al Tribunal de Justicia de la Unión Europea si el Tribunal Constitucional la avala. Esta actitud plantea interrogantes sobre la función del Tribunal Supremo: ¿debería actuar como un garante de la ley o como un actor político que decide qué leyes son válidas y cuáles no? La percepción de que el poder judicial se ha convertido en una tercera cámara legislativa, que actúa en función de intereses políticos, es cada vez más común entre la ciudadanía.
La historia reciente también ha dejado huellas profundas en la relación entre el poder judicial y el político. En 2018, Ignacio Cosidó, entonces portavoz del Partido Popular en el Senado, reveló en un chat interno que el acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) permitiría a su partido «controlar la Sala Segunda desde detrás». Esta confesión no solo evidenció la intención de manipular el sistema judicial, sino que también confirmó las sospechas de que algunos tribunales en España no actúan con imparcialidad, sino que responden a intereses políticos. La falta de consecuencias para Cosidó tras la filtración de su mensaje ha alimentado la percepción de que el poder judicial está comprometido con la política, lo que socava la confianza en su capacidad para impartir justicia de manera objetiva.
La figura de Carles Puigdemont se ha convertido en un símbolo de esta crisis de confianza. Su intento de regresar a Cataluña tras la aprobación de la ley de amnistía ha sido objeto de un intenso escrutinio judicial. Si el Tribunal Supremo decidiera detenerlo, no solo se estaría hablando de un conflicto jurídico, sino de una ruptura institucional que marcaría un antes y un después en la relación entre el poder judicial y el ejecutivo. La posibilidad de que el poder judicial actúe como un actor político autónomo, eligiendo qué leyes obedecer y cuáles impugnar, plantea serias dudas sobre la salud de la democracia en España.
La situación actual recuerda al mito de Prometeo, quien fue castigado por los dioses por haber desafiado el orden establecido. En este contexto, Puigdemont representa no solo una figura de desobediencia, sino también una herejía que debe ser castigada. La utilización del derecho como un mecanismo punitivo, en lugar de un medio para garantizar la justicia, es una tendencia preocupante que podría tener repercusiones graves para el Estado de derecho en España. La interpretación del derecho por parte del Tribunal Supremo, guiada por una moral política, plantea la pregunta: si esto no es una amenaza para la democracia, ¿qué lo es?
La independencia del poder judicial es un pilar fundamental de cualquier democracia. Sin embargo, la creciente percepción de que el Tribunal Supremo actúa como un agente político en lugar de un guardián de la ley plantea serias preocupaciones sobre el futuro de la justicia en España. La situación de Carles Puigdemont es solo un ejemplo de un problema más amplio que afecta a la confianza de los ciudadanos en las instituciones. La necesidad de una reforma que garantice la independencia del poder judicial y su separación de la política es más urgente que nunca. La democracia no puede prosperar si los ciudadanos no confían en que la justicia se aplica de manera equitativa y sin sesgos políticos. La lucha por un poder judicial verdaderamente independiente es, en última instancia, una lucha por la democracia misma.